Una montaña de mochilas y chaquetas de marinerito impiden el paso en este McDonald’s. Los jóvenes piden un batido, excusa suficiente para lo que realmente quieren conseguir: una conexión y tiempo por delante para estar tranquilos con internet. En este lugar del centro de Tokio (Japón), el enchufe es el valor más preciado, seguido de los adaptadores, que multiplican las fuentes de alimentación. En esta cafetería hay que tener cuidado para no tropezar con los cables.
Los clientes apenas se hablan ni se miran. Clavan sus ojos en pantallas de todo tipo y tamaño. Androids, PlayStations Vita, Nintendos 3DS… Con viviendas de 20 metros cuadrados, rara vez se invita a los amigos a casa. Se va a los family restaurant. En esta urbe de más de 13 millones de habitantes, las grandes cadenas de comida rápida son punto de encuentro. En el McDonald’s de la avenida de Chuo Dori se prefiere el enchufe a la silla. Es un establecimiento especial, levantado en Akihabara, el corazón del barrio consagrado a la electrónica de consumo, donde luces de colores, neones indescifrables, recreativos y tenderetes de gadgets de última generación (oriental) compiten con otros reclamos más universales y atemporales, como la chica con medias que espera en la esquina.
La industria del entretenimiento virtual es hoy más fuerte que la de la música, el libro y el cine juntos. Y Japón supone la cuarta parte del mercado mundial.
Ya en 2007, un juego para la consola americana Xbox, Halo 3, obtuvo 300 millones de dólares en su primera semana de ventas, muy por delante de los 140 millones que en ese mismo año consiguió una nueva entrega de la película Harry Potter, o los Transformers (70,5 millones). En 2008, Grand theft auto IV marcó la pauta: 500 millones de dólares en el estreno frente a 155 de El caballero oscuro.
Ni siquiera la aparición del cine en 3D con el bombazo de Avatar (232 millones de recaudación en la primera semana) ensombreció Call of duty (450 millones en el mismo tiempo).
Todos esos títulos son estadounidenses, pero eso quiere decir que Japón, que creó la industria del videojuego, ahora ha perdido el monopolio, pero no su pasión ni su inventiva. Sagas como las de Super Mario Bros o Zelda siguen aportando grandes beneficios a compañías como Nintendo, que a finales de siglo logró que el videojuego dejara de ser una cosa de niños. Gracias a sus Brain Training, hasta los ancianos entraron en el mundo de las videoconsolas.
Nintendo llevaba 100 años dedicándose a los naipes hasta que, en los ochenta, apostó por una máquina recreativa, todavía arcaica, en la que un mono muy similar a King Kong secuestraba a una bonita princesa. Su apuesto enamorado tenía que conseguir una llave que le quitase los grilletes mientras esquivaba los barriles que enviaba un aguerrido orangután. Donkey Kong fue el primero de muchos juegos de éxito mundial. Nintendo competía con la californiana Atari, de Nolan Bushnell, creador de Pong, tan sencillo (y estéticamente pobre) como dos paletas devolviéndose un cuadrado blanco de píxeles que quería simular una pelota. Treinta años después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, Japón derrotaba estrepitosamente a EEUU. Esta nueva forma de entretenimiento se había pensado para billares, cafeterías y clubes de encuentro, aunque siempre fuera del hogar. Pero Famicom, una máquina para conectarse al televisor, rompió con los hábitos del entretenimiento electrónico. Ya no hacía falta salir de casa, tampoco meter monedas en una ranura para reiniciar la partida. Hiroshi Yamauchi fue el mago y el primer general que ganó la guerra del videojuego, todavía infantil.
El cambio a un mundo más serio hay que atribuírselo a Sony. En 1994, la compañía japonesa trocó para siempre la percepción del ocio electrónico con la llegada de PlayStation, una consola que salió a la luz gracias al tesón de un ingeniero, Ken Kutaragi. PlayStation iba a ser un proyecto para Nintendo, que en aquel entonces ya estaba enfrascada en las aventuras de Mario, pero que ansiaba un salto hacia las consolas con juegos en CD en lugar de cartuchos, lo cual permitiría desarrollar juegos más complejos. Sony actuaba como consultora, pero —tras un tiempo trabajando juntos— las dos empresas rompieron y Sony decidió aprovechar el camino recorrido y creó una nueva división. Así nació PlayStation.
La siguiente pieza de la estrategia de Sony fue activar una potente maquinaria de promoción. El precio de la consola era elevado, pero sería un objeto de deseo para cualquiera que entrase en la veintena. Antes de que el nuevo aparato saliera al mercado, la compañía regaló miles de ellas a distintas personas consideradas líderes de opinión. Además, metieron las consolas en diferentes discotecas. Tras vender 104 millones de consolas, Sony no tenía dudas. Había acertado y el ocio electrónico de los jóvenes era suyo. El de los niños se lo dejaba a Nintendo. Las dos firmas se repartieron el monopolio mundial de los videojuegos hasta final de siglo.
En 2001, desde Estados Unidos, un atrevido Microsoft, que por entonces sólo sabía hacer Windows, Office y poco más, anunció su propia consola, la Xbox. Hoy por hoy, las fuerzas entre ambas están equilibradas. Sin embargo, tanto Sony como Microsoft comienzan a sufrir cierto cansancio por la falta de novedades y la voracidad de los smartphones.
La respuesta de Japón se llama PlayStation 4. La de Estados Unidos es Xbox One. La japonesa, con una capacidad técnica muy similar, pero con un coste de aproximadamente 135 dólares menos, no se centra tanto en el jugador fanático, ese que interioriza las combinaciones de botones en segundos, sino en el cliente esporádico que se enamoró de la Wii. La intención de PlayStation 4 es llegar tanto al jugador de colmillo afilado, obsesionado con conseguir logros y medallas, como a quien sólo disfruta con el camino, descubriendo lugares virtuales sin necesidad de sufrir para superar un nivel. “Esperamos haber vendido 5 millones de consolas para marzo”, dice el consejero delegado de Sony Computer Entertainment, Andy House.
Y en la esquina seguirán las chicas vestidas con medias de colegiala y maquillaje, mujeres que se ofrecen para tomar café, departir y, quizá, derecho a roce.
Enfrente del cibercafé, los que rehúyen la carne humana podrán optar por tomarse un té acariciando gatos, con derecho a elegir raza. Los japoneses aman las mascotas con sangre en las venas, pero en casa no les caben. Un Tamagotchi, la primera cría virtual a la que había que sacar a pasear a riesgo de que se muriera, les solventó otro problema nacional. En Japón, la vida es puro videojuego.
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